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ISSN 1989-4163

NUMERO 86 - OCTUBRE 2017

Banderas en la Solapa

Javier Neila

Me subo al todoterreno. El conductor de acento extranjero me ofrece un cigarrillo, con una humanidad que me sorprende. Lo enciendo absorto, con movimientos propios de un autómata o un enajenado. Fumo con angustia. Aún así es un momento grato, pues el humo consigue ocultar –aunque sean sólo unos segundos- una ciudad en ruinas, arrasada por el fuego y preñada de cadáveres que nadie recuerda, porque pertenecen a personas que jamás existieron. La calada me cruje y me duele la garganta seca. Escupo sangre mezclada con polvo de cemento, y miro hacia atrás con resignación, mientras avanzamos por lo que en su día fue la arboleda más hermosa que jamás hayan visto mis ojos; era el lugar de paseo favorito de Emma y los niños. Me alegro que hayan muerto; así no tendrán que avergonzarse de mí.

Interminables columnas de niños-soldados avanzan en hileras de prisioneros a ambos lados de la carretera, cubiertos de polvo y cenizas, confundiéndose con el color gris del entorno; avanzan con las manos sobre sus pesados cascos de guerra. Llevan uniformes y arrastran botas que les quedan grandes, y me llaman la atención esos ojos tan abiertos, con surcos de lágrimas que les bajan a través de los churretes de la cara. Me subo el cuello de la guerrera y me ciño la gorra de plato, instintivamente, sin darme cuenta de que lo hago para evitar que me reconozcan. En sus miradas llevan el gesto de no entender lo que está pasando. ¿Dónde está lo que les prometimos cuando los adoctrinábamos en el colegio? Aún recuerdo las caras de algunos de ellos, sus preguntas y el brillo de sus miradas exaltadas que buscaban la emoción y la aventura de una guerra justa en la que nosotros teníamos la razón. Igual pasaba en la Universidad. Me miraban ilusionados, deslumbrados por los brillos de mi uniforme y mis inmerecidas condecoraciones. Miraban la pistola de mi cinto y aplaudían cuando justificaba que a los enemigos de nuestro país había que aplastarlos como si fuesen cucarachas, después de haber estado tanto tiempo robándonos nuestra riqueza y contaminando nuestra tierra y nuestra cultura con su influencia degenerada, corrupta y soez. Ahora esos niños y jóvenes ya han aprendido de la peor manera que las guerras siempre se pierden. Nunca debimos emplearlos; era lo único puro que nos quedaba. Ahora sobre nuestro mundo de mentiras ha caído la cólera de Dios, su odio y su venganza por tanto sufrimiento, persecución, gansterismo y barbarie gratuitas. Sí, Dios puede llegar a odiar. Le dimos motivos… Dejad que los niños se acerquen a mí.

Dejo atrás una nación muerta, y una vida prestada que nunca fue mía, que me vino diseñada desde el Jardín de Infancia, y luego milimétricamente dirigida por gobernantes y jefes locales. Después, ya en el Partido, sólo tuve que dejarme llevar, primero por convicción, luego por miedo a señalarme, y al final por inercia y comodidad, aunque engalané ésta falacia con palabras como tierra y libertad, nacionalismo y supremacía, banderas manchadas de la sangre de nuestros mártires que colgábamos en nuestros balcones o exhibíamos en la solapa, agravio histórico y pureza de sangre. Es lo que pasa cuando uno le vende su alma al diablo. Que se la queda. Calma más la conciencia buscar enemigos fuera que destapar a los que se sientan a nuestro lado. Éramos distintos y mejores que los demás y teníamos que demostrarlo. Pero ahora veo que sólo demostramos que éramos los más perversos y los más cobardes. Como decía Edmund Burke,  para que triunfe el mal, sólo es necesario que los buenos no hagan nada. Por eso todos volveremos muertos de ésta guerra, aunque algunos aún no lo sepan. Matamos al hombre bueno que -según Rousseau y por naturaleza- todos llevábamos dentro. Ya pase lo que pase no podremos volver a mirarnos más en el espejo. Como dijo Marco Aurelio, el verdadero modo de vengarse de un enemigo es no parecérsele.

El vehículo llega a las instalaciones que he dirigido eficientemente estos últimos años, pero ya no albergan a aquellos miles de enemigos de mi pueblo, sino a los pocos supervivientes del partido que lucharon hasta el final a mi lado. Ahora soy un preso más, prisionero en mi propio campo de concentración y me dirijo al patíbulo que tantas veces presidí y donde ahora me esperan mis verdugos. Puedo ver a los miembros del tribunal militar que me condenó. Oficiales norteamericanos y británicos me esperan. Uno de ellos, del cuerpo jurídico, el que me tomó declaración, lleva mi sentencia de muerte en la mano. También reconozco a mi abogado defensor. Un sacerdote y algunos civiles más que no identifico terminan de formar el reducido grupo que me aguarda. Seguramente serán miembros activos de la comunidad judía en busca de venganza. El pelotón de fusilamiento ya está en formación y espera la orden. El oficial tiene la pistola en la mano, como si quisiera terminar rápido, como si no le gustase el papel que tiene que desempeñar. Ahora le entiendo.

Al menos ya todos podremos descansar.

Martin Gottfried Weiss, Comandante en Jefe del campo de concentración de Dachau. Baviera, Alemania. 1945.

 


Banderas en la solapa

 

 

 

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